viernes, 21 de septiembre de 2012

MARGARITAS A PUERCOS



                                        23 AÑOS  ANTES QUE OWELL ESCRIBIERA REBELIÓN EN LA GRAJA
                                                                             MARGARITA A PUERCOS

                      Los señores puercos no podían más. Aquello era no vivir. Todos los habi­tantes del cortijo la habían tomado con ellos desde que una orden del rey prohibió que no se les sacrificase durante algunos años, á fin de que el stock nacional de tan substanciosos ani­males alcanzase la cifra que daba derecho pre­ferente de exportación, para por tal causa as­pirar al protectorado en las regiones que pro­fesan el Islamismo, á las cuales varios Estados se habían impuesto la misión de civilizar, em­pezando por desarraigar de ollas las prácticas religiosas, una de cuyas máximas prohibida, como todos sabemos, comer puerco.
                  Desde aquel instante estos cachazudos ani­males, lejos de haber realizado su aspiración en punto a longevidad, se vieron perturbados en su plácido existir de un modo intransigente y, por último, violento.
                  Todos, absolutamente todos los bichos de dos y cuatro patas que constituían la colonia cortijera sentíase molestos y ofendidos por el caso insólito que daba derecho á una vida lar­ga á aquellos holgazanes que, tras no servir para nada, consumiendo, en cambio, como unos glotones empedernidos, se pasaban la vida co­metiendo tropelías, autorizados por su impuni­dad y refocilándose con todo cuanto apete­cían, sin respetar derecho ni conciencia. A tanto llegaron los abusos, que no se limi­taron cuantos les odiaban por ellos á mirarles de reojo y á zaherirles irónicos, según ocurrió al principio de su encumbramiento, sino que se convocó una reunión nocturna para tomar el acuerdo que la dignidad de los explotados exi­gía.
                  Hasta las aves se sumaron á la asamblea, a pesar de que las gallinas, pavas y palomas son de suyo pacíficas y displicentes. Eso de que ellas pusieran diariamente  y con toda formalidad, los huevos que les daban de­recho á su manutención, mientras los señores puercos, sin trabajar, se relamiesen, tirados á la bartola un día y otro, no podía consentirse.
                 Había que tomar una determinación para concluir con aquel estado de cosas.
                   El que no trabaja no tiene derecho a  la vida, dijo el gallo lanzando su quiquiriquí de tenor, que hizo santiguarse á la moza que ali­ñaba la olla para los segadores.
                   Por allí se cree, supersticiosamente, que cuando el gallo canta de noche antes de las doce anuncia al­gún acontecimiento en que el diablo anda me­tido.
                    Lo mejor será sindicarnos, dijo un pavo inteligente y reflexivo que sabía de letra desde que cierto día se engulló, entre los granos de maíz, unos trocitos de papel impreso que se habían adherido, a fuerza de humedad, en la bodega de un barco, a las  gramíneas im­portadas de lejanas tierras, a despecho de las murallas de papel, con tarifas arancelarias, que se les habían echado encima para impedirles el paso.
                   ¡Claro es! Con tanto papel a cuestas llegaron los piensos a aquel  cortijo abarrotados de erudi­ción, que de tal modo penetró en las semillas vírgenes de cultura, cabezas de gallináceas y bestias de labor.
                     Lo mejor será que vosotros os pongáis al frente de este movimiento defensivo de cuántos somos explotados, dijeron los machos ca­bríos. Organizados y dispuestos a todo, acabare­mos con estas desigualdades irritantes.
                     Dicho y hecho. Aquellos simpáticos y valien­tes trabajadores acordaron no darse punto de reposo hasta exterminar a la clase ociosa, de­tentadora del bienestar público y privado.
                     Empezó el asedio por la destrucción de las cubetas y dornajos, este nombre se da en An­dalucía á los lebrillos de madera que sirven para condumio caldoso. Así no podrían saborear aquellos sinvergüenzas de puercos sus platos favoritos.
                   Qué se fastidien!, dijo una paloma que no podía ver aquellos comistrajos nadando en grasa y agua. Siquiera cuando les daban cas­tañas, bellotas ó cosa parecida ella podía pico­tear y sisarles algo a aquellos horrorosos gan­dules  y eso entraba de lleno en la doctrina “comunista”.
                       El desastre fue perpetrado con el Comité re­volucionario al frente. No quedó en la cochi­quera títere con cabeza. Al estropicio acudió el cortijero, que no po­día explicarse aquel desafuero sino es creyéndole que á todos los animales se les había declarado rabia fulminante.
                       Embistiendo como locos, después de las trom­padas á los adminículos destinados á la pitan­za de sus odiados explotadores, saltaron sobre ellos y a este quiero, á este no quiero, cornada va y cabezada viene, los pusieron en vergonzosa huida, haciéndoles el miedo saltar las tapias del corral y salir de estampía por aquellas ve­redas serranas, nunca hasta entonces holladas por los cuadrúpedos holgazanes, causa del ca­tastrófico acontecimiento.
                      El cortijero, no sabiendo a quién acudir, pi­dió consejo á su mujer y ésta, a la moza, que, recordando los quiquiriquí lanzados por el ga­llo a  horas de mal agüero, dígales que aquello no era natural y así lo mejor sería avisar lo ocurrido al amo.
                      El propio cortijero aparejó su burra y mar­chó al pueblo en demanda de una resolución adecuada al caso. Entretanto las dos mujeres procurarían ave­riguar el origen de aquel trastorno.
                      Aquí no pone nadie, oyeron decir al gallo, dirigiéndose á las gallinas, ocas, pavas y palo­mas. Mientras exista en el cortijo un solo animal que no produzca, nadie ha de producir. Igual­dad, libertad, fraternidad. Esta es nuestra di­visa.
                       Boicoteados los dueños de este cortijo, ó sea sin productos, que nosotros no les fabrica­remos, comprenderán nuestras aspiraciones y si no nos dan oídos, peor para ellos.
                       Se acabaron los huevos; se acabó la leche, dijo un macho y en cuanto á esos mostren­cos de cortijeros, no hay sino es darles un sus­to parecido al de sus protegidos y saldrán de espetaperros como ellos.
                    ¿Susto?... Es eso de asustar á las au­toridades con mando es muy peligroso, dijo un mulo que se las daba de filosofo.
                     ¡Qué va! Nada de eso. Las autoridades han venido muy á menos desde que el amo, por eco­nomías, suprimió los cartuchos y por consi­guiente, el uso de escopeta al cortijero.
                     Bueno; pues por nosotros que no quede. ¿A quién hay que matar de un susto ahora?
                        A todos esos protectores de la vil ralea que nos esquilma, dijo una linda gallina muy versada en echar discursos, pues recién llegada de su país, en donde la cultura feme­nina culmina en el ápice, quería demostrar su aptitud de parlamentaria.
                        Eso está muy bien. Que no coman tam­poco dijeron á una todos los gansos, ya que sólo sirven para amparar estas irritantes injus­ticias que comete la clase ociosa. Si no hubiera quien cuidase la cochiquera y les diera de co­mer á esos puercos mal nacidos, que son los que lo  transforman  todo, no se creerían ellos con más derecho disfrutar de la vida.
                        Entremos en la cocina y echemos a  rodar las cacerolas y pucheros para que la cena se vierta por el suelo, apuntó un mastín harto de no probar en su vida más que torta, único ali­mento de los pastores.
                    ¡Bravo!, ladró toda la jauría, ¡Abajo las subsistencias!
                       Ya era hora de que alguien dijera algo ra­zonable y práctico, baló una prudente ovejita.
                        Y que lo digas, gorjeó el canario dentro de su jaula; á mí no me ponen más que al­piste, porque dice el ama que hasta la escarola está por las nubes...Cállate tú, vil esclavo, que aún cantas para distraer á los que te aprisionan, saltó la gallina de marras, acreditando de nuevo sus do­tes parlamentarias.
                       Que no hablen las féminas, dijo una co­dorniz macho. Nosotros hemos de hacer una labor apolítica  y por lo tanto, sobra el sexo de los charlatanes por excelencia.Acción en destrucción única, dijo un macho cabrío barbudo y montaraz.
                         Actuemos, se ha dicho. Y decididos, irrumpieron en la cocina, des­pensa y cámara, arremetiendo con todos los co­mestibles y bebestibles, ropas y enseres, dejan­do unos y otros, así como a la cortijera y a la moza, hechos un desastre.
                     Volver el cortijero y encerrar á los revolto­sos, ayudado de unos civiles que por allí pa­saron “casualmente”, fue todo uno.
                      Para conseguir meterlos en cintura, entre ga­rrotazo y pedrada, se les prometió formular una petición al rey para que viese la manera de ni­velar, en lo posible, las normas de la vida en­tre ociosos y productores.
                      El cortijero, bufando dé rabia, maldita la gana que tenía de convencerles con razonamien­tos  y si no hubiera sido porque el amo quedó en mandarle un aperador de pelo en pecho, allí hace una de pópulo bárbaro, acabando con las cabezas de motín.
                      Después que encerró á los sublevados huel­guistas fue recogiendo á los señores puercos, que, flojos de lo  suyo,  para pasar trabajos, anda­ban rondando por allí cerca,  con ocasión  metedles de nuevo donde tan regalada existencia gozaban.
                       Al curarlos las heridas y contusiones sufridas vio que faltaban algunos, y entre gruñidos le dijeron que el atentado alevoso había costado la vida á varios de sus compañeros.
                      ¡Adiós!, dijo el cortijero ¡Muertos algu­nos puercos! ¡Ahora me ahorcan por desobe­diencia á la orden del rey!
                     ¡Qué disparates dices!, le dijo su mujer ¿Pero te crees tú que el rey toma en serio á estos animales? Eso de mandar puercos al moro lo lía,  dispuesto para no hacer un mal papel con las otras naciones; pero el rey lo que que­rrá será acabar con los puercos y con los moros. ¡Aquí lo que hace falta es un hombre que sepa mandar!, gruñeron los puercos, temerosos de nuevos desmanes v temblando por su vida.
                        El que está para llegar vale por media do­cena, dijo el cortijero, que á falta de comida quo no podía darles, porque los huelguistas ni la huerta habían respetado, no dejando con su sabotaje ni una triste berza para un remedio, les quería alimentar la ilusión, ya que no las tripas: nada, con la esperanza de que serían venga­dos y resarcidos con creces de tantas humilla­ciones y pesadumbres.
                       Al día siguiente llegó el aperador, que, aun­que no había ejercido semejante cargo en su vida, tenía la mejor voluntad para imponer la suya y gran energía en el desempeño de cuan­to le confiaban.
                     ¡A ver! Ante todo, que se atienda á esos se­ñores puercos. Hay que evitar que les ocurra algo que ponga en peligro su vida. Con la mía respondo de la suya.
                     Pues mire, señor aperador, que puede que al fin le cueste, porque los revoltosos están aso­ciados y según oyeron mi mujer y la moza  y según se explicaron, no se conformaban sólo con destruir á los puercos, sino que dispusieron además acabar con cuantos los ayudáramos y defendiésemos.
                      No importa; he dado mi palabra y sabré cumplirla. El rey y el amo quedarán bien. Los primeros que nos ayudarán y defenderán en nuestra gestión serán los puercos.
                     Yo que usted no me fiaría de ellos, que son capaces hasta de unirse á los sublevados con tal de fastidiar á la nación, al rey y á usted si no les dejan ustedes campar por sus respetos, porque desde que les hacen caso en la Corte y se ocupan de ellos y se les cuenta y se les mima, están recrecidos y ya no se contentan con nada y todo se les hace poco  y más de uno de la piara se tiene la culpa de la ocurrencia que motiva su nombramiento, señor aperador, porque no se conformaban con estarse tranqui­los en su sitio, sino se metían por todo el cor­tijo, lo mismo que en el tinado y en la cuadra, haciendo de las suyas, con lo cual han conse­guido hartar á todo bicho viviente.
                      Si consiste en eso, pronto se remediará con tenerlos á cada uno en su sitio, por separado. Como, según veo, han destrozado los revolucio­narios la cochiquera y los bardales del tinado y de la cabreriza, mientras se van remediando todos esos desaguisados, vete metiendo en el jardín á los puercos, ya que es lo único que por no tener su recinto ninguna cosa de prove­cho alimenticio, ha quedado sin merma ni que­branto. Como, según veo, las tapias son bastan­te altas, en este sitio estarán seguros y á salvo de nuevos atentados de los revoltosos.
                     ¡En el jardín, no, señor aperador! saltó la cortijera. Si les metemos en tal sitio acaba­rán con los viveros de flores, que estos anima­les son muy animales  y con tal de hacer daño no reparan en nada.
                     Si no les ponemos en sitio á cubierto ¡donde!,  no podremos sacar de su encierro á los revoltosos, porque de la primera embestida van á concluir con los" puercos que nos quedan. Va­yan al jardín, que, después de todo, al rey no le tenemos que guardar flores, sino marranos.
Dicho y hecho; al ver abrirse ante ellos lo único que hasta entonces no habían podido ho­zar con sus patas y hocicos, irrumpieron en el soleado espacio, reservado para las más lindas flores que en aquel terrenal paraíso llamado Andalucía se dan, perfumando, alegres y loza­nas, el alma y los sentidos de cuantos las con­templan.
                      Hambrientos según iban se lanzaron como fie­ras sobre los almácigos de claveles, sobre los plantíos de rosas, sobre los lindos arriates de hierbabuena, de alhelíes y de verbena. En un momento quedaron arrasados como por ciclón o plaga de langosta. Las azucenas, heliotropos, nardos y jazmines cayeron en las fauces ansio­sas de las insaciables bestias, como si por una maldición celestial hubiesen sido sentenciados á la destrucción inmunda de sus encantos por aquellos que menos merecían aprovecharse de ellos.
                        Entre tanto el bueno del aperador, acompa­ñado del cortijero, pasó al apartado, donde en­cerrados estaban los bolcheviques animales, ene­migos del orden y la paz cortijera.
                         Al que salga corriendo, tiro limpio, dijo el cortijero al aperador, porque hay qué evi­tar la escapatoria de ninguno, que quizá quie­ran irse por los cortijos de alrededor  a pedir ayuda entre otros revolucionarios como ellos.
                       ¡Hombre! Tanto como matarlos, no, no sea caso de que luego el amo se incomode, si le fal­ta, por nuestra determinación, alguna cabeza de ganado.
                        No tenga reparo en ello, señor aperador, que cuando yo le conté el trastorno que habían armado, me dijo, según la rabia que le dio de oírlo, que acabara con todos si volvían á dar quehacer.
                       Bueno; pues si es así, arreando se ha dicho.
                        En efecto: no bien se abrió el portalón de la corralada en donde se tenían prisioneros a los revoltosos, cuando salieron por pies los más audaces, que á pocos pasos de allí cayeron mal heridos por las certeras perdigonadas, detenien­do, con tan contundente procedimiento, la in­tención de fuga de los que pensaban imitarles.
                         Detenidos quedaron al ver la fiereza de la re­presión y dispuestos á parlamentar con sus dic­tatoriales adversarios.
                          Igualdad, libertad, fraternidad, cantó vi­goroso, con un quiquiriquí en si bemol sobre­agudo el gallo pendenciero que siempre lleva­ba la voz cantante en todas las asambleas cons­piradoras.
                         Ya te daré yo igualdad, con unos granos de arroz, en la sabrosa paella quo nos vamos á almorzar á tu salud, dijo el cortijero, añadiendo para explicar su sentencia al aperador: Este es el que más discur­sos echaba  y calentó con ellos los cascos de la pandilla y después que no sirve más que para chillar y correar tras las gallinas, siempre anda diciendo que los trabajadores  tienen que acabar con cuantos no produzcan.
                         Pues ya se le acabaron los discursos; retuércele el pescuezo  y al arroz con él y con sus propagandas. Agachemos las orejas, dijo el mulo filósofo. ¿Veis cómo tenía yo razón? Las autoridades con mando...
                        Con escopeta dirás, so animal, respondió un perdiguero favo­rito del amo, que sólo por solidaridad y por miedo á una coz., si se negaba á asociarse con ellos, había entrado en la confabulación ácrata.
                        Nos sometemos con tal que nos perdonéis lo sucedido y nos pongáis en donde esos ruines de puercos no nos hagan objeto de una venganza cruel.
                    Todos perdonados, menos el gallo. Ese va a la cazuela, por bue­nas o por malas.
                      ¡Cuece tranquilo, que serás vengado!, dijo suspirando una de las veintitantas gallinas de su harén, discípula aprovechada de la parlamentaria; pondremos los huevos completamente "in-ajro-distacos.
                      Cada uno á su obligación  y que no se os olvide, ¿eh? A los cer­dos se les respeta porque yo lo mando  y no trabajan y engordan y no se hace matanza de ellos por­que el amo lo manda  y al primero que tuerza el gesto ó murmure se lo quita de en medio y pax ehristi, y vamos á la mesa, que ya nos he­mos ganado bien las gracias de real orden.
                       Yo no las tengo todas conmigo,  señor aperador, que  conozco de sobra á los puercos  y á esos avechuchos revolucionarios y al amo  y no digo al rey porque nunca le he visto pero me figuro que esto no va á quedar así como así.
                         No te entiendo... Ni tú tampoco, me pa­rece. ¿Pues qué más hemos podido hacer en menos tiempo?
                        Ya verá, ya verá, en cuando el amo aso­me por aquí, cada uno le contará las cosas á su manera y vaya usted á saber á quién vendrá á darle la razón, que, al fin y al cabo, a nos­otros nos puede substituir con otros y no le importa el quedar bien ó mal si con quitarnos el mando ve que se le amansan sus rebaños  y sus mulos y sus perros de guarda y sobre todo, sus amados gorrinos, a quienes cuida más que a las alas de su corazón.
                      Hombre: esos serán los que sacarán la cara por nosotros, porque el escarmiento que hemos hecho con sus perseguidores bien merece su agradecimiento y aunque marranos, no serán tan marranos como tú supones.
                        De los puercos no espere gran cosa  y créeme a mí que por defenderlos á ellos y á la ley de exportación cordera nosotros vamos á que­dar mal con unos y con otros.
                         Pues mira: por sí ó por no, yo me marcho ahora mismo á ver al amo, que no tengo genio para que me hagan cosquillas las desazones pre­suntas. Le devuelvo el nombramiento con que me ha favorecido y de insistir en que yo siga desempeñando este puesto, ha de ser dejándo­me á mí manejar este cotarro á mis anchas y bajo mi responsabilidad.
                        Pues mire, señor aperador, que me parece que no se tiene que molestar en ir á buscarle. Por aquel altozano veo venir, como hacia aquí, un bulto que si hacia aquí viene, no puede ser más que al­guno de pueblo con recado del amo, si no es que es el amo mismo en persona.
                       Mejor; así voy á salir de las dudas que tú me has sugerido. Delante de mí se explicarán todos los intere­sados y á ver en qué quedamos. ¿Cuántos cerdos han matado los revoltosos? preguntó el amo apenas echó pie á tierra. Unos cuantos y otros perniquebra­dos y contusos; pero ya están en lugar seguro. Los he metido en el jardín... ¡Qué disparate!  ¿Y las flores? No había otro sitio en condiciones de seguridad..., y yo creí...Usted no tiene que creer nada, sino adivinarme.
                     ¿Y los revoltosos?  Sometidos y  más suaves que una seda, con el escarmiento. ¿Escarmiento? ¡Claro! Me  dijo  usted,  señor amo, que... duro  con  ellos y... pues... si no disparamos nos arro­llan y se escapan todos. ¿A tiros con mis ganados? ¿A tiros con mis  animales? ¡Esto es una ignominia,   una barbaridad!...Usted me lo dijo, señor amo siguió arguyendo el cortijero.
                       Calla, insolente y quítate de mi vista. ¿Lo ve usted, señor aperador? Mismamente y tal y conforme yo le advertí, que así paga el diablo á quien bien le sirve y si aún tiene alguna confianza con el agradeci­miento de los que ha defendido usted, ó sea de los puercos, no hay sino soltarles y ya verá los miramientos que le guardan.
                    La piara entera, que el porquero había ido á buscar para mostrársela al amo, con las bajas acaecidas, vino hacia ellos como una tromba, derribando, en su atroz embestida, lo mismo á los servidores que al amo.
                    Los cerdos no reconocen categorías sociales, ni entienden de gratitud. Es en lo único que se parecen a los hombres.
Regina Lamo de O´Neill
Publicado por la revista La Esfera en 1923

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